Austria y alemania, capítulo 5: Knuckelriesenwelt
El quinto día de viaje empezaba con nuestra despedida de Berchtesgaden, ese agradable pueblo. Hoy teníamos una visita chachi: el mundo de los gigantes de hielo, la cueva de hielo más grande de Europa, de la que habíamos leído que se formaban grandes colas y había que andarse con ojo con dormirse en los laureles. Así que tras el gran desayuno del hotel Alpina, y comprar el pan en la única panadería abierta de Berchtesgaden, salimos hacia Werfen, el pueblo junto al que se encontraban los gigantes de hielo.
Werfen no está demasiado lejos de Berchtesgaden así que para las 10 y media ya estábamos allí. Pero al llegar a la desviación para Eisenriesenwelt encontramos que había una barrera y un tipo que estaba parando a los coches. Cuando nos llegó el turno, nos dijo que el teleférico que subía hasta los gigantes de hielo se había estropeado, no sabían cuándo lo iban a arreglar, y si queríamos acceder teníamos que pensar en subir hora y media andando por una pendiente muy muy empinada, además de 20 minutos que se tardaba en llegar al teleférico y otros 20 que se tardaba en llegar del teleférico a la cueva; total: dos horas y pico para llegar a la cueva, y un buen desnivel: la entrada a la cueva está a casi 2000 metros. Accedimos, en principio sin dudarlo, no habíamos venido hasta aquí para nada… pero la idea de subir una pendiente empinada durante 2 horas no hacía demasiada gracia.
Al subir por el pequeño puerto que llevaba hasta la base de la montaña pudimos contemplar las vistas del valle de Werfen, así como su castillo Hohenwerfen (que como su nombre indica,estaba en una colina elevado sobre el resto del valle). Esta fortaleza es muy llamativa y aunque no la visitamos, cuando volvamos por allí, tendremos que ir.
Al llegar al centro de turistas que tienen montado en la base de la montaña, y que es espectacular, fuimos temerosos a preguntar si el teleférico seguía estropeado. Nos dijeron que no, ya había entradas, y aunque casi duplicaba el precio de la entrada, si ésta incluía teleférico, nos lanzamos sin dudarlo a la opción completa. Una de las mejores decisiones que hemos tomado en el viaje. Desde el paseíto hasta el teleférico había muy buenas vistas también, y cuando llegamos, aunque era bastante pronto, vimos que había algo de cola, y tuvimos que esperar 15 minutos a que subieran unos 4 o 5 teleféricos, hasta que nos tocó a nosotros.
Al montar pudimos ver lo que era la subida “very steep” de la que nos habían avisado: una subida infernal con un desnivel en algunos tramos del 100% (en el teleférico ponía que su desnivel era del 120%), por un camino que casi no existía en bastantes tramos, y que iba por un pedregal de roca suelta, de esta que se hunde al pisar. Parecía normal ahora, que el teleférico tardara 3 minutos y andando fueran 90: en realidad no era mucha distancia, pero recorrerla era un trabajo para tipos duros. Y allá abajo se veían algunos que habían llegado cuando el teleférico aún no funcionaba. Y estaban muriendo. Qué bien habíamos hecho al coger el teleférico.
Arriba, como en todos los montes alemanes, había restaurantes y salchichas y cerveza, y un bonito paseo de otros 15 o 20 minutos hasta la entrada de la cueva.
Durante un rato pudimos contemplar el valle y lo imponente del monte al que íbamos a entrar. Pero en un par de minutos vimos como la niebla se echó encima y lo cubrió todo. Fue rapidísimo. Al llegar a la cueva no se veía nada.
Eisenriesenwelt es una visita muy interesante. Según llegamos nos asignaron un guía en inglés y nos dieron un farolillo cada dos personas. Los farolillos cabría esperar que fueran eléctricos, pero no, eran de gas, y la llama variable iba chisporroteando divertida. Abrieron la puerta a la cueva y una corriente brutal de aire frío salió, casi impidiéndonos entrar, y apagando nuestros recién encendidos farolillos. El guía, un tipo con un acento ultra raro y una entonación divertidísima, nos volvió a encender los farolillos y empezó nuestra marcha hacia las profundidades, que como no podía ser de otra manera, sería una marcha de ascenso, ya que la cueva entraba en la cueva hacia arriba y subía varios centenares de metros hasta su parte más alta (lo que explicaba que al abrir la puerta saliera el aire de forma tan violenta: aire frío, más pesado, y en una zona más alta, salía de golpe y dejaba paso al aire caliente de fuera.)
Porque en la cueva hace frío. Mucho frío. Íbamos bien abrigados, y al principio estaba bien. Pero la visita es algo más de una hora entre paredes de hielo, por lo que al final se agradece tener un buen polar. Es recomendable también llevar guantes, ya que había que agarrarse a barandillas metálicas muy frías, y sujetar el farol, por lo que las manos llegaban azules al final de la visita.
La visita a la cueva de los gigantes de hielo es todo el rato subir por escaleritas, es un poco cansado. Mientras subes, el guía, con el acento más raro del mundo, te va explicando cosas de los gigantes, mientras quema cordeles de fósforo que crean curiosas iluminaciones en la cueva (ya que no hay nada de luz dentro). A la vez que eso, está constantemente pendiente de que nadie haga fotos. Según la página de la cueva, tienen una política estricta antifotos para evitar que la gente se pare y se apelotone, ya que eso baja el ritmo de las visitas que vienen detrás (y las aglomeraciones aquí tienen pinta de ser peligrosas). Es verdad que la cueva funciona como un reloj suizo y ves como otros grupos se mueven por delante y por detrás sin entorpecerse. En la web dicen que no es para vender más fotos en la tienda de souvenirs. Pero sí es para vender más fotos. Una cosa es que te vean pararte en un momento dado y entorpecer a los que vienen, y otra es que mientras el tío te está explicando algo, que le lleva un buen rato, no te deje echar una foto sin flash (que estás parado, no vas a entorpecer nada). Bastante estricto el tipo (y amenazador).
Al margen de esto, la visita fue muy interesante (Unaien echó unas cuantas fotos), y cuando se llega a la parte más alta se encuentra un lago helado muy bonito que queda muy resultón con el fósforo ardiendo. Después se baja por una ruta alterntiva, y estrechita hasta la puerta inicial. *APUNTE FRIKI*: en todo momento me sentí como mi personaje del Diablo II cuando entrabas en las cuevas de hielo de Arreat (o en las cuevas de Chiltara del Diablo III). Ibas por cuevas de hielo que no eran más que tubos, y llegabas a salas (donde no había monstruos gigantes azules, pero casi). La visión menguada, el suelo resbaladizo, y la stamina gastándose a medida que subía escalones. Así que cueva muy guapa.
CUando salimos de la cueva el aire cálido nos acarició gentil, y nos devolvió el color a las manos. Iniciamos el descenso hacia Werfen, donde comeríamos antes de ir a nuestro siguiente checkpoint.
Tras el bocata cutreibol, mientras algunos se tumbaban a la bartola, para asombro de los locales, yo aproveché para comprar unos tapones para dormir, anticipando las noches que me quedaban de viaje. Qué buena decisión.
En seguida salimos hacia la cascada de Golling, una de las más míticas de Austria, que está muy cerquita de Werfen. Esta cascada que haría las delicias de Karl, estaba muy accesible tras un pequeño paseo de 15 minutos. Después se podía subir a la parte superior para tener otra perspectiva.
Después de las fotos de rigor y hacer un poco el chimpancé, arrancamos hacia nuestro refugio de esta noche:el hotel Schlosswirt de Großkirchheim. Si estos días los habíamos pasado visitando el parque natural de Berchtesgaden, los siguientes tocaba visitar Hohe Tauern, la cordillera más gorda de esta parte de Austria, y desde la que se veía el Tirol, Salzburgo y Carintia (incluso a lo lejos, la Marmolada). La idea que habíamos tenido era dormir en algún punto elevado, ya que teníamos que cruzar la cordillera, con pasos a casi 3000 metros. Pero no encontramos un alojamiento disponible en los pueblos elevados, así que finalmente nos decantamos por uno en Großkirchheim, mucho más abajo en el valle. La parte buena es que había una carretera escénica para cruzar las montañas, tan escénica que tenía horarios de apertura, y no se podía pasar más que a ciertas horas, pagando un buen pastizal.
Cuando llegamos al peaje de la carretera de Großglockner, el tipo nos miró un poco mal y nos dijo que íbamos muy tarde (serían las 18), ya que la carretera cerraba. Se aseguró de que íbamos a algún sitio accesible en el tiempo que teníamos, y nos dejó pasar, tras pagar casi 30 euros. El inicio de la carretera era una super autopista de tres carriles, con un buen desnivel (un poco Altube). Tanto, que el coche no podía. Teníamos que subir en segunda!!! Así que al de 20 minutos empezó a oler a quemado. El coche estaba sufriendo infinito, así que cuando la carretera era más estrecha íbamos parando cada poco tiempo, como por otra parte estaba indicado en una carretera escénica (aunque no hacía buen tiempo, y los montes más chachis estaban tapados por la niebla). De todas formas la carretera era sencilla, lo que pasa que el zafira era un VENENAZO de coche.
Al cabo de 30 kilómetros empezamos a bajar, suavemente al principio y más a lo loco al final, entrando en un valle espectacular, con iglesias pinchudas y sumido entre los escarpados picos de Hohe Tauern.
Llegamos a Schlosswirt a eso de las 20, y costó que el dueño, vestido de tirolés, nos atendiera, ya que eran horas intempestivas para ellos. Nos dijo que la cena se acababa ya, y que si queríamos cenar teníamos que darle duro cuanto antes. En principio pensamos en salir a un restaurante a cenar, pero pronto descubrimos que en Großkirchheim no había restaurantes. Era un micropueblo que vivía de la ganadería y el turismo de ski en invierno.
La cena a base de sopas y delicias austriacas estuvo a la altura de su precio (y sus calorías a la altura del frío que debe de hacer aquí en invierno). Preguntando al dueño para hacer un trekking interesante al día siguiente, acabó sentándose con nosotros a la mesa, para descubrir después que el tipo era francés (se había pirado de Francia porque había muchos extranjeros y en Austria menos, nivelazo), y un poco bastante euroescéptico (explicado en parte por lo anterior). Europa ens roba, y no nos deja hacer queso con nuestra leche.
El tipo fue muy simpático con nosotros y nos dio unas guías estupendas para hacer trekkings al día siguiente (supongo que el hecho de que fuéramos blancos influyó en su simpatía). Nos recomendó subir a Mohar, un pico a 2700 metros, que se escapaba un poco de mi planning original. Pero insistió en lo espectacular de sus vistas y que se podía ver Großglockner y sus imponentes 3798 metros, y blablabla. Mañana decidiríamos. Hoy era mejor no darle mucho más pie a hablar al tipo aquel, que lo mismo nos crucificaba por habernos llevado tantos fondos estructurales europeos y poder fabricar nuestro propio queso.
ASí que tras un chute de internet a baja velocidad, nos fuimos a la cama, pensando que llevábamos ya dos noches sin comer knuckel.
4 comentarios sobre “Austria y alemania, capítulo 5: Knuckelriesenwelt”
Por si alguien no se ha fijado en la foto sacada desde el teleférico que sube a los gigantes de hielo se puede ver a dos personas pasándolas putísimas cruzando por la mitad del barrando. Que jodidoooooooooo !!.
sí, hubo algún pringao que llegó cuando no había teleférico :D
Lo de madrugar fue un acierto en toda regla. La cola que había al bajar era inmensa. Yo si veo eso, me cuestiono la subida INFERNAL a pie,jaja. Y las cuevas de hielo totalmente recomendables.
El alojamiento estaba muy bien decorado y el tipo encantador. Bueno, y la cena , no se si por hambre o que, pero supo a teta de novicia. La sopa entro de muerte,jaja.
Creo recordar que esa noche fué la primera que conseguí dormir en condiciones. Y aún en otra habitación se podía escuchar cierta melodía al otro lado,jajaja
Esa noche fue paz para todos!